martes, 18 de agosto de 2009

Cuentos para el frío

Me encanta el cuento anterior. Tal vez un día yo también estaré pelándome de frío y un tío buena gente vendrá a taparme de regalos. Prometo no ser muy exigente (así me dará más regalos!).

Los cuentos con nieve me hacen recordar a una historia que mi prima nos leía a mi hermana y a mi cuando éramos pequeñas. Era sobre dos hermanitos perdidos en la nieve, con hambre y frío, en una aguerrida aventura por volver al hogar. Aún recuerdo el frío que sentía al imaginarme junto a mi hermana en esa interminable búsqueda.

Me echaré a la tarea de buscar y, por qué no, de encontrar...

Un cuento para el invierno: El Rey del Frío

Érase que se era un viejo que vivía con su mujer, también anciana, y con sus tres hijas, la mayor de las cuales era hijastra de aquélla. Como sucede casi siempre, la madrastra no dejaba nunca en paz a la pobre muchacha y la regañaba constantemente con cualquier pretexto.

-¡Qué perezosa y sucia eres! ¿Dónde pusiste la escoba? ¿Qué has hecho de la badila? ¡Qué sucio está este suelo!

Y, sin embargo, Marfutka podía servir muy bien de modelo, pues, además de linda, era muy trabajadora y modesta. Levantábase al amanecer, iba en busca de leña y de agua, encendía la lumbre, barría, daba de comer al ganado y se esforzaba en agradar a su madrastra, soportando pacientemente cuantos reproches, siempre injustos, le hacía. Sólo cuando ya no podía más sentábase en un rincón, donde se consolaba llorando.

Sus hermanas, con el ejemplo que recibían de su madre, le dirigían frecuentes insultos y la mortificaban grandemente; acostumbraban a levantarse tarde, se lavaban con el agua que Marfutka había preparado para sí y se secaban con su toalla limpia. Después de haber comido es cuando solían ponerse a trabajar.

El viejo se compadecía de su hija mayor, pero no sabía cómo intervenir en su favor, pues su mujer, que era la que mandaba en aquella casa, no le permitía nunca dar su opinión.

Las hijas fueron creciendo, llegaron a la edad de buscarles marido, y los ancianos calculaban el modo de casarlas lo mejor posible. El padre deseaba que las tres tuviesen acierto en la elección; pero la madre sólo pensaba en sus dos hijas y no en la hijastra. Un día se le ocurrió una idea perversa, y dijo a su marido:

-Oye, viejo, ya es hora de que casemos a Marfutka, pues pienso que mientras ella no se case tal vez suceda que las niñas pierdan un buen partido; así es que nos tenemos que deshacer de ella casándola lo antes posible.

-¡Bien! -dijo el marido, echándose sobre la estufa.

Entonces la vieja continuó:

-Yo ya le tengo elegido un novio; así es que mañana te levantarás al amanecer, engancharás el caballo al trineo y partirás con Marfutka; pero no te diré dónde debes ir hasta que llegue el momento de marchar.

Luego, dirigiéndose a su hijastra, le habló así:

-Y tú, hijita querida, meterás todas tus cosas en tu baulito y te vestirás con tus mejores galas, pues tienes que acompañar a tu padre a una visita.

Al día siguiente Marfutka se levantó al amanecer, se lavó cuidadosamente, recitó sus oraciones, saludó al padre y a la madre, puso lo poco que tenía en el pequeño baúl y se engalanó con su mejor vestido. Resultaba una novia hermosísima.

El viejo, cuando hubo enganchado el caballo al trineo, lo puso ante la puerta de la cabaña y dijo:
-Ya está todo listo; y tú, Marfutka, ¿estás también preparada?
-Sí, estoy pronta, padre mío.
-Bien -dijo la madrastra-; ahora es preciso que comáis.

El anciano padre, lleno de asombro, pensó: «¿Por qué se sentirá hoy tan generosa la vieja?».
Cuando terminaba la colación, dijo la esposa al asombrado viejo y a su hijastra:
-Te he desposado, Marfutka, con el Rey del Frío. No es un novio joven ni apuesto, pero es, en cambio, riquísimo, y ¿qué más puedes desear? Con el tiempo llegarás a quererle.

El anciano dejó caer la cuchara, que aún tenía en la mano, y con los ojos llenos de espanto miró suplicante a su mujer.
-Por Dios, mujer -lo dijo-. ¿Perdiste el juicio?
-No sirve ya que protestes; ¡está decidido, y basta! ¿No es acaso un novio rico? Pues entonces, ¿de qué quejarse? Todos los abetos, pinos y abedules los tiene cubiertos de plata. No tendréis que andar mucho; iréis directamente hasta la primera bifurcación del camino, luego tiraréis hacia la derecha, entraréis en el bosque, y cuando hayáis corrido unas cuantas leguas veréis un pino altísimo y allí quedará depositada Marfutka. Fíjate bien en el sitio que te digo para no olvidarlo, pues mañana volverás para hacerle una visita a la recién casada. ¡Ánimo, pues! Es preciso que no perdáis tiempo.

Era un invierno crudísimo el de aquel año; cubrían la tierra enormes montones de nieve helada y los pájaros caían muertos de frío cuando intentaban volar. El desesperado viejo abandonó el banco en que estaba sentado, acomodó en el trineo el equipaje de su hija, mandando a ésta que se abrigara bien con la pelliza, y al fin se pusieron los dos en camino.

Cuando llegaron al bosque se internaron en él. Era un bosque frondoso, y tan espeso, que parecía infranqueable. Al llegar bajo el altísimo pino hicieron alto, y el viejo dijo a su hija:
-Baja, hija mía.
Marfutka le obedeció y su padre descargó del trineo el baulito, que puso al pie del árbol, hizo que su hija se sentara sobre él, y dijo:
-Espera aquí a tu prometido y acógelo cariñosamente.
Se despidieron, y el padre volvió a tomar el camino de su casa.

La pobre niña, al quedar sola al pie del altísimo pino sentada sobre su baúl, sintió gran tristeza. Al poco rato empezó a tiritar, pues hacía un frío intensísimo, que la iba invadiendo poco a poco. De pronto oyó allá a lo lejos al Rey del Frío, que hacía gemir al bosque saltando de un abeto a otro.

Por fin llegó hasta el pino altísimo, y al descubrir a Marfutka le dijo:
-Doncellita, ¿tienes frío? ¿Tienes frío, hermosa?
-No, no tengo frío, abuelito -contestó la infeliz muchacha, mientras daba diente con diente.
El Rey del Frío fue descendiendo haciendo gemir al pino más y más, y ya muy cerca de Marfutka volvió a preguntarle:
-Doncellita, ¿tienes frío? ¿Tienes frío, hermosa?
Y la pobrecita niña no le pudo responder porque ya empezaba a quedarse helada.
Entonces el rey sintió gran compasión por ella y la arropó bien con abrigos de pieles y la prodigó mil caricias. Luego le regaló un cofrecillo en el que había mil prendas lujosas y de valor, un capote forrado de raso y muchísimas piedras preciosas.
-Me conmoviste, niña, con tu docilidad y paciencia.

La perversa madrastra se levantó con el alba y se puso a freír buñuelos para celebrar la muerte de Marfutka.
-Ahora -dijo a su marido- vete a felicitar a los recién casados.

El viejo, pacientemente, enganchó el caballo al trineo y marchó. Cuando llegó al pie del pino no daba crédito a sus ojos: Marfutka estaba sentada sobre el baúl, como la dejó la víspera, sólo que muy contenta y abrigada con un precioso abrigo de pieles; adornaba sus orejas con magníficos pendientes y a su lado se veía un soberbio cofre de plata repujada.

Cargó el viejo todo este tesoro en el trineo, hizo subir en él a su hija y, sentándose a su vez, arreó al caballo camino de su cabaña.

Mientras tanto, la vieja, que seguía su tarea de freír buñuelos, sintió que el Perrillo ladraba debajo del banco:
-¡Guau! ¡Guau! Marfutka viene cargada de tesoros.

Incomodose la vieja al oírle, y la rabia le hizo coger un leño, que tiró al can.
-¡Mientes, maldito! El viejo trae solamente los huesecitos de Marfutka.
Al fin sintiose llegar al trineo y la vieja se apresuró a salir a la puerta. Quedó asombrada. Marfutka venía más hermosa que nunca, sentada junto a su padre y ataviada ricamente. Junto a sí traía el cofre de plata que encerraba los regalos del Rey del Frío.

La madrastra disimuló su rabia, acogiendo con muestras de alegría y cariño a la muchacha, y la invitó a entrar en la cabaña, haciéndola sentar en el sitio de honor, debajo de las imágenes.

Sus dos hermanas sintieron gran envidia al ver los ricos presentes que le había hecho el Rey del Frío, y pidieron a su madre que las llevara al bosque para hacer una visita a tan espléndido señor.

-También nos regalará a nosotras -dijeron-, pues somos tan hermosas o más que Marfutka.

A la siguiente mañana la madre dio de comer a sus hijas, hizo que se vistieran con sus mejores vestidos y preparó todas las cosas necesarias para el viaje. Despidiéronse ellas de su madre y, acompañadas del viejo, partieron hacia el mismo sitio donde quedara la víspera su hermana mayor. Y allí, bajo el pino altísimo, las dejó su padre.

Sentáronse las dos jóvenes una junto a otra, decididas a esperar y entretenidas en calcular las enormes riquezas del Rey del Frío. Llevaban bonísimos abrigos; pero, no obstante, empezaron a sentir mucho frío.

-¿Dónde se habrá metido ese rey? -dijo una de ellas-. Si continuamos así mucho rato llegaremos a helarnos.
-¿Y qué vamos a hacer? -dijo la otra-. ¿Te figuras tú que novios del rango del Rey del Frío se apresuran por ir a ver a sus prometidas? Y a propósito: ¿a quién crees tú que elegirá, a ti o a mí?
-Desde luego creo que a mí, porque soy la mayor.
-No, te engañas; me escogerá a mí.
-¡Serás tonta!

Enzarzáronse de palabras y concluyeron por reñir seriamente. Y riñeron, riñeron, hasta que de repente oyeron al Rey del Frío, que hacía gemir al bosque saltando de un abeto a otro.
Enmudecieron las jóvenes y sintieron al fin sobre el pino altísimo a su presunto prometido, que les decía:

-Doncellitas, doncellitas, ¿tenéis frío? ¿Tenéis frío, hermosas?
-¡Oh, sí, abuelo! Sentimos demasiado frío. ¡Un frío enorme! Esperándote, casi nos hemos quedado heladas. ¿Dónde te metiste para no llegar hasta ahora?

Descendió un tanto el Rey del Frío, haciendo gemir más y más al pino, y volvió a preguntarles:
-Doncellitas, doncellitas, ¿tenéis frío? ¿Tenéis frío, hermosas?
-¡Vete allá, viejo estúpido! Nos tienes medio heladas y todavía nos preguntas si tenemos frío. ¡Vaya! ¡Mira que venir encima con burlas! Danos de una vez los regalos o nos marcharemos inmediatamente de aquí.
Bajó entonces el Rey del Frío hasta el mismo suelo e insistió en la pregunta:
-Doncellitas, doncellitas, ¿tenéis frío? ¿Tenéis frío, hermosas?
Sintieron tal ira las hijas de la vieja, que ni siquiera se dignaron contestarle, y entonces el rey sintió también enojo y aventolas de tal modo que las jóvenes quedaron yertas en la misma actitud violenta que tenían; y todavía el Rey del Frío esparció sobre ellas gran cantidad de escarcha, alejándose por fin del bosque, saltando de un abeto a otro y haciendo gemir las ramas de los árboles bajo su agudo soplo...

Al día siguiente dijo la mujer a su esposo:
-¡Anda, hombre! Engancha de una vez el trineo, pon gran cantidad de heno y lleva contigo la mejor manta, pues con seguridad que mis hijitas tendrán mucho frío. ¿No ves el tiempo que está haciendo? ¡Anda! ¡Ve de prisa!

El anciano hizo todo lo que le decía su mujer y marchó en busca de las hijas. Al llegar al sitio del bosque donde quedaron las doncellas levantó las manos al cielo con gesto desesperado y lleno de estupor; sus dos hijas estaban muertas, sentadas al pie del altísimo pino. Fue preciso levantarlas para depositarlas en el trineo y dirigirse a casa.

Entretanto la vieja preparaba una comida suculenta para regalar a sus hijas; pero el Perrito ladró esta vez de nuevo bajo el banco de este modo:
-¡Guau! ¡Guau! Viene el viejo, pero sólo trae los huesecitos de tus hijas.
La mujer, encolerizada, le tiró un leño.
-¡Mientes, maldito! El viejo viene con nuestras hijas y traen además el trineo cargado de tesoros.
Por fin llegó el anciano, y salió la esposa a recibirle; pero quedó como petrificada: sus dos hijas venían yertas tendidas sobre el trineo.
-¿Qué hiciste, viejo idiota? -le dijo-. ¿Qué hiciste con mis hijas, con nuestras niñas adoradas? ¿Es que quieres que te golpee con el hurgón?
-¡Qué quieres que le hagamos, mujer! -contestó el viejo con desesperado acento-. Todos hemos tenido la culpa: ellas, las infelices, por haber sentido envidia y deseo de riquezas; tú, por no haberlas disuadido, y yo he pecado siempre dejándote hacer cuanto te vino en gana. Ahora ya no tiene remedio.

Desesperose y lloró la mujer con lágrimas de amargura y se rebeló contra el marido; pero el tiempo mitigó penas y rencores y al final hicieron las paces. Y desde entonces fue menos despiadada con Marfutka, la que pasado algún tiempo se casó con un buen mozo, bailando los dos ancianos el día del desposorio.

Texto tomado de: Cuentos populares rusos

sábado, 2 de febrero de 2008

Nada contra la piel de rana

Todos los ojos que estén repasando estas líneas y que hayan vivido en Lima o en alguna ciudad que emule su humedad sabrán exactamente a qué me refiero: 99% de humedad en invierno, la sensación de sentir que te están por salir escamas y una repentina simpatía por la clase anfibia y sus deribados.

Con este antecedente, leer que la piel de rana la echan al fuego, por un momento puede una imaginar como chispea la propia, y todo porque al zarevich le cuesta entender que la belleza de la ranita - Basilisa la sabia - va más allá de lo físico.
Ranita o no, Basilisa poseía talentos que Iván, como buen macho que es, prefirió pasar por alto para poder lucir por siempre una mujer bonita de su brazo. Pero no, Basilisa no es Julia Roberts. Otra verdad universal: no importa la raza, el idioma, la fantasía, ni el lugar de procedencia, al final todos los hombres son lo que son, tan sólo eso.

Finalmente, ¿qué diría la Rana René de esta historia? - crecí viendo Plaza Sesamo y The Muppets Show y deliré de risa las catorce veces (tal vez más) que vi los Muppets invaden Nueva York, y por eso me permito preguntar qué pensaría el títere verde de toda esta situación - ¿hay más historias de ranas?, ¿donde conseguir ancas de rana?. Se admite sugerencias.

¿Por qué la piel de las ranas es tan inflamable?



¿Quién no ha deseado hacer que sus sueños se hagan realidad? ¿No nos tienta la suerte, jugar con ella? ¡Vamos, todos queremos jugar la lotería y ganarnos el millón de soles que nos sacará de las miserias de la vida cotidiana! Pero no, no siempre es tan brillante la suerte.

Muchas veces nos muestra su cara más sucia: nos va mal en todo; la/el chica/o no nos quiere ver ni la sombra; nos besamos de borrachos con alguien, y ahora a pagar; o cosas más domésticas como la ropa que no queremos lavar, la casa que no queremos barrer, y así seguimos.

Así empieza la historia de este Iván, que es uno de los muchos zarevitz Ivanes que vamos a conocer en la cuentística rusa: con una mala jugada de la fortuna. Venga: no creo que a nadie le guste la idea de casarse con una rana, por muy princesa que sea, y por mucho la-flecha-le-haya-caído-en-su-pantanito. A todo esto: ¿Qué tipo de padre es éste, que les asigna las esposas a sus vástagos, herederos de todo a su alrededor, con un concurso de arquería?

Broma y comentario aparte, la gran metáfora del folklore eslavo es evidente, aquí y en varias otras de sus historias: SI TE DAN LIMONES, ¡HAZ LIMONADA RUSKI!, bueno: acepta tu suerte, que mañana será otro día; no dudes de lo que el destino te trae, puede ser una gran sorpresa.

¿Dónde está la vuelta? Porque debe tener una vuelta, ¿no? Si no, mejor quedémonos en Charles Perrault y su Cenicienta. El destino la pone difícil, Iván. Te casaste con una rana, y las ranas son verdes y feas, y viven en charquitos. La vuelta está en el mismo lugar de siempre: el matriarcado indiscutible.

En la cuentística de buena parte del mundo occidental-blanco-católico, la mujer es únicamente un accesorio bonito que debe ser redimido por el macho-buscador-de-tesoros-místicos-y-matador-de-dragones que ronde por el espinoso bosque cerca de su castillo. A más pruebas:

Cenicienta -> Rescatada de las manos de la madrastra por el Príncipe y su Zapatito Mágico.
Blanca Nieves -> Se salva de la Bruja y sus hechizos por el beso del Azulino Montado.
Aurora, la Bella Durmiente -> ¿Quién la saca de la cama? El Valiente Príncipe, nadie más.

Y así podemos seguir.

Pero no. Más allá de los Urales*, las buenas rusas son mujeres valientes, que reinan, controlan sus destinos, deciden si se casan o no, y son objeto de todas las maldiciones, las que sufren con valor, porque conocen el camino al triunfo final… correctamente interrumpido por el inútil y pequeño y curioso Vania**.

Claro, el niño no podía estar conforme. La Rana cose, la Rana cocina –y rico- y la Rana se transforma en la mega princesa que hace magia. ¿Cómo quedarse con la Rana, luego de ver lo que esconde su piel? La intemperancia es terrible cuando se sabe lo que hay detrás de la puerta tres. Es difícil guardar un secreto que nos emociona, ¿o acaso nunca se ha visto uno obligado a contar la peli, final y todo, tan solo para compartir la emoción? Pero lo peor de todo, es tener una información, algo determinante, sobre lo que se cree tener derechos, y actuar en consonancia. Así quema Iván la piel de la Ranita.

Aquí llega la búsqueda. Y a correr por todas partes, buscando al destino que se nos escapa. Esta es una búsqueda de pruebas, no de premio. Una peregrinación, no una cacería. El Príncipe de la Bella Durmiente mata un dragón, se enfrenta a los espinos y besa a la princesa para salvarla, y termina su papel utilitario. Iván corre tras su destino, que teme perdido, y sufre en el camino el hambre, la sed y la impotencia. Es éste un viaje de autodescubrimiento, que concluye con la revelación de la verdad. Casi un tránsito budista: sufre, experimenta el dolor, y luego…

…luego llegas a la giratoria casita de Baba-Yagá y recoge tu mapa para llegar al final del viaje.

Enfrentamiento final por medio, la felicidad llega como premio a la constancia de quien sigue el camino pese al temor, la pérdida y la desesperanza. No es un premio para armaduras brillantes y caballos briosos. Es uno para el valor y la astucia, pero también para la compasión y el entendimiento de uno mismo. Fui tonto, nos dice Iván, pero al final comprendí que puedo perder por mi impaciencia, y que debo hacerme digno para obtener lo que busco.

Así son los cuentos rusos, como las cebollas –de Shrek: muchas capas, muchas lecturas, y sana diversión.

* Desde siempre, la frontera entre las Rusias y Europa Civilizada.
** Es el diminutivo de Iván, en ruso, obviamente.



La Princesa Rana

Érase hace mucho un rey que tenía tres hijos. Cuando se hicieron mayores, el rey los reunió y les dijo:

—Mis queridos hijitos, quisiera casaros antes de hacerme viejo, deseo tener nietos y entretenerme con ellos. Los hijos le respondieron:

—Si es así, padre, danos tu bendición. ¿Con quién quieres casarnos?

—Mirad, hijitos, tomad cada uno una flecha, salid al campo y disparadla: donde caiga, hallaréis vuestra suerte.

Los hijos se inclinaron profundamente ante el padre, tomaron cada uno una flecha, salieron al campo, tensaron sus arcos y la dispararon.

La flecha del hermano mayor cayó en el palacio de un boyardo, cuya hija la levantó. La del mediano fue a parar al espacioso patio de un mercader, y la recogió una hija de este.

La flecha del hermano menor, el príncipe Iván, ascendió muy alto y se perdió de vista. El príncipe fue en busca suya y, tras de andar y andar sin descanso, llegó a un pantano. Había allí una rana, que levantó la flecha. El príncipe Iván le dijo:

—Rana, ranita, dame mi flecha.

La rana le pidió:

—Cásate conmigo.

—¿Que dices? ¿Acaso puedo yo casarme con una rana?

—Cásate conmigo, esa es tu suerte.

El príncipe Iván quedó triste y cabizbajo, pero ¿qué podía hacer? Tomó la rana y se la llevó a casa. Hubo tres bodas en el palacio del rey: la del hijo mayor con la hija del boyardo, la del mediano con la hija del mercader y la del malhadado príncipe Iván con la ranita.

Un buen día, el rey hizo llamar a sus hijos y les dijo:

—Quisiera saber cuál de vuestras mujeres tiene mejores manos para la costura. Decidles que, para mañana, deben hacerme una camisa cada una.

Los hijos se inclinaron ante el padre y salieron para cumplir su deseo.

Llegó el príncipe Iván a sus aposentos muy acongojado y abatió la cabeza sobre las manos. La ranita, dando saltos por el piso, le preguntó:

—¿Por qué te veo tan cabizbajo, príncipe Iván? ¿Qué pena te acongoja?

—Mi padre ha ordenado que le hagas para mañana una camisa.

- No te preocupes, príncipe Iván, y acuéstate, que mañana será otro día.

El príncipe Iván se acostó, y la ranita saltó a la terracilla del palacete, se desprendió de su piel y se convirtió en Basilisa la Sabia. Era tan bella, que ni en los cuentos tenía igual.

Batió palmas Basilisa la Sabia y dijo con voz sonora:

—iMadrecitas, ayas mías, acudid sin dilación! Haced, para mañana por la mañana, una camisa como la de mi padre.

Muy temprano, cuando el príncipe Iván se despertó, la ranita seguía saltando por el palacete, pero en la mesa había una camisa envuelta en un fino lienzo. Muy contento, el príncipe Iván le llevo la camisa a su padre. Mientras, el rey recibía los regalos de los otros dos hermanos. El mayor desenvolvió la camisa, el rey la tomó en sus manos y dijo:

—Esta camisa no es para llevarla en palacio.

Desenvolvió la camisa el mediano, y el rey dijo:

—Esta camisa no vale más que para ir al baño.

Desenvolvió el príncipe Iván su camisa con bellos bordados de oro y plata, y el rey exclamó nada más verla:

—iEsta camisa es para lucirla en las fiestas!

Los hermanos mayores regresaron a sus aposentos, comentando:

—Sí, está visto que no debimos reírnos de la mujer del príncipe Iván. No es una rana, sino una bruja…

El rey de nuevo hizo llamar a sus hijos y les pidió:

—Que vuestras mujeres me cuezan para mañana un pan. Quiero saber quién de ellas lo hace mejor.

El príncipe Iván regresó a casa muy entristecido. La ranita le preguntó:

—¿Qué pesar te agobia?

Respondió el príncipe:

—Para mañana hay que cocerle un pan al rey.

—No te preocupes, príncipe Iván, y acuéstate, que mañana será otro día.

Las mujeres de los hermanos mayores se rieron primero de la rana y luego enviaron a una vieja criada a que mirase cómo cocía el pan.

La ranita era muy lista y se lo figuró. Hizo la masa y la echó por un agujero que había abierto en lo alto del horno. La vieja criada corrió a contarlo a las mujeres de los hermanos, y ambas hicieron, punto por punto, lo mismo que la ranita.

Mientras, la ranita salió a la terracilla, se convirtió en Basilisa la Sabia y batió palmas:

—iMadrecitas, ayas mías, acudid sin dilación! Cocedme un pan esponjoso y blanco como el que comía yo en casa de mi padre.

Muy temprano, cuando el príncipe Iván se despertó, el pan estaba ya en la mesa, adornado con mucho ingenio: a los lados ostentaba unos arabescos, y en lo alto, una ciudad con sus puertas.

Se alegró el príncipe Iván, envolvió el pan en una rodilla y lo llevó a su padre. El rey estaba recibiendo los panes de los hijos mayores. Sus mujeres habían vertido la masa en el horno, como les dijera la vieja criada, y les había salido el pan requemado y negro, como un tizón. El rey tomo el pan del hijo mayor, lo miró y dijo que lo dieran a la servidumbre. Lo mismo hizo con el del mediano. Pero cuando el príncipe Iván le entregó su pan, dijo:

—Este pan es para ser comido en las fiestas.

Aquel mismo día, el rey ordenó a sus hijos que a la tarde siguiente asistieran, con sus esposas, al festín que pensaba dar.

Otra vez regresó el príncipe Iván a sus aposentos sombrío como un nublado, gacha la cabeza. La ranita, saltando por el piso, le preguntó:

—Cua-cua, príncipe Iván, ¿qué pena te acongoja? ¿Es que tu padre no ha sido cariñoso contigo?

—Ranita, ranita, ¿cómo quieres que no esté acongojado? Ha ordenado mi padre que vaya contigo al festín. Dime, ¿puedo, acaso, mostrarte a la gente?

La ranita respondió:

—No te apenes, príncipe Iván, ve solo al festín, que yo te seguiré. Cuando oigas ruidos y truenos, no te asustes. Si alguien te pregunta, di: “Es mi ranita, que viene en una cajita”.

El príncipe Iván fue solo al festín. Los hermanos mayores llevaron a sus mujeres, muy engalanadas, con toques de colorete en las mejillas, con las cejas y las pestañas sombreadas. Se burlaron del príncipe Iván diciéndole:

—¿Por qué has venido sin tu mujer? Podrías haberla traído envuelta en el pañuelo. ¿Dónde has encontrado a esa beldad? De seguro que tuviste que recorrer todos los pantanos.

El rey, sus hijos, las dos esposas y los invitados se sentaron a las mesas de roble con blancos manteles y empezaron el festín. De pronto oyeron ruidos y truenos. Los invitados se asustaron y se levantaron de sus asientos, pero el príncipe Iván les dijo:

—No teman, queridos invitados, es mi ranita, que viene en una cajita.

Ante la puerta del palacio real se detuvo una carroza tirada por seis caballos blancos, y de ella salio Basilisa la Sabia vistiendo un traje azul cuajado de estrellas, la luna clara luciendo sobre sus cabellos. Y era tan bonita, que parecía salida de un cuento. Descanso Basilisa su brazo en el del príncipe Iván y se dirigió con él hacia las mesas de roble cubiertas de blancos manteles.

Los invitados se pusieron a comer y beber entre alegres bromas. Basilisa mojó sus labios en uno de los vasos y echó en su manga izquierda el resto del vino. Luego tomó un alón de cisne, lo comió y se echó los huesos en la manga derecha.

Las mujeres de los príncipes mayores vieron aquello y se apresuraron a imitarla.

Terminado el festín, le llegó la hora al baile. Basilisa la Sabia tomó de la mano al príncipe Iván y se puso a danzar con tanto brío y gracia, que todos quedaron boquiabiertos. Luego sacudió la manga izquierda y ante ella apareció un lago; sacudió la derecha, y por la superficie del lago se deslizaron unos cisnes de plumaje blanco como la nieve. El rey y sus invitados no cabían en sí de asombro.

Las mujeres de los príncipes mayores salieron también a bailar, sacudieron una manga y salpicaron a los invitados, sacudieron la otra, y los huesos volaron en todas direcciones. Uno le dio en un ojo al rey, que, indignado, echó de allí con cajas destempladas a sus dos nueras.

Mientras tanto, el príncipe Iván salió sin ser visto, corrió a sus aposentos, encontró allí la piel de la rana y la arrojó al fuego.

Regresó a casa Basilisa la Sabia y vio que la piel había desaparecido. Se dejó caer en un banco y, triste, cariacontecida, reprochó al príncipe Iván:

—¡Ay, príncipe Iván! ¿Qué has hecho? Si hubieras esperado tres días más, habría sido tuya para siempre. Ahora tendremos que separarnos. Búscame en el fin mismo del mundo, en el rincón más lejano de la tierra, en los dominios de Koschéi el Inmortal…

Basilisa la Sabia se transformó en un cuclillo gris y salió volando por la ventana. El príncipe Iván lloró amargas lágrimas, se inclinó profundamente, mirando a los cuatro puntos cardinales para despedirse de su tierra amada, y se fue en busca de su mujer. Nadie sabe cuanto anduvo, pero lo que sí se sabe es que sus botas quedaron sin suelas, sus ropas se hicieron jirones y su gorro quedó destrozado por las lluvias. Un buen día se encontró con un viejo en mitad de un camino.

—iBuenos días, galán! ¿Adónde vas, qué camino llevas?

El príncipe Iván contó al anciano su desgracia. El anciano le dijo:

—¡Ay, príncipe Iván! ¿Por qué se te ocurriría quemar la piel de la ranita? No se la habías puesto tú, y no eras tú quien debía quitársela. Basilisa la Sabia nació más lista, más inteligente que su padre. Enfadado por eso, el le ordenó que viviera tres años transformada en rana. En fin, ¡a lo hecho, pecho! Toma este ovillo: síguelo sin miedo a dondequiera que ruede.

El príncipe Iván dio las gracias al anciano y echo a andar en pos del ovillo. Rodaba el ovillo, y el príncipe Iván lo seguía. En medio de un campo se tropezó con un oso. El príncipe Iván aprestó su arco, dispuesto a matar a la fiera. Pero el oso le dijo con voz humana:

—No me mates, príncipe Iván, que algún día te prestaré un buen servicio.

Se compadeció el príncipe Iván del oso, bajó el arco y siguió su camino. De pronto vio un ánade volando sobre su cabeza. Aprestó el príncipe su arco, pero el ánade le dijo con voz humana:

—No me mates, príncipe Iván, que algún día te prestaré un buen servicio.

Se compadeció el príncipe del ánade y siguió su camino. De súbito vio una liebre que corría veloz. El príncipe Iván aprestó rápido el arco, dispuesto a disparar, pero la liebre le dijo con voz humana:

—No me mates, príncipe Iván, que algún día te prestaré un buen servicio.

Se compadeció el príncipe de la liebre y siguió su camino. Llego al mar azul y vio que en la orilla yacía un sollo. Boqueando, el pez le dijo:

—iAy, príncipe Iván, compadécete de mí, échame al mar azul!

El príncipe echó el sollo al mar y prosiguió su camino, orilla adelante. Pasado cierto tiempo, nadie sabe cuánto, llegó el ovillo a un bosque. Había allí una pequeña isba, sobre patas de gallina, que daba vueltas y más vueltas.

—Isba, isba, detente con la pared trasera mirando al bosque y con la puerta hacia mí.

La isba se detuvo con la pared trasera mirando al bosque y con la puerta hacia el príncipe. Iván entró y vio que en la novena hilera de ladrillos de la estufa estaba durmiendo la bruja Yaga Pata de Palo, los dientes sobre un estante y la nariz clavada en el techo.

—¿Qué te trae por aquí, galán? —preguntó la bruja al príncipe—. ¿Vas en busca del destino o huyes de él sin tino?

El príncipe Iván le respondió:

—Antes de ponerte a preguntar, vieja bruja, deberías, darme de comer y de beber y prepararme un baño.

La bruja Yagá Pata de Palo preparó un baño al príncipe, le dio de comer y de beber y le hizo luego la cama. Entonces, el príncipe Iván le contó que iba en busca de su mujer, Basilisa la Sabia.

—Ya estaba enterada —le dijo la bruja—. Tu mujer vive ahora en el palacio de Koschéi el Inmortal. Difícil te va a ser quitársela, vencer a Koschéi no es coser y cantar. La muerte de Koschéi se encuentra en la punta de una aguja, la aguja está encerrada en un huevo, el huevo lo lleva dentro un pato, el pato vive dentro de una liebre, la liebre está encerrada en un cofre de piedra, y el cofre se halla en la copa de un alto roble del que cuida Koschéi como de las niñas de los ojos.

Hizo noche el príncipe Iván, en la isba de la bruja, que, a la mañana siguiente, le dijo dónde se encontraba aquel roble tan alto. Mucho anduvo el príncipe Iván, cuanto, nadie lo sabe, pero, por fin, vio un alto y rumoroso roble, en cuya copa descansaba el cofre de piedra. No había forma de alcanzarlo.

De pronto apareció, como por arte de birlibirloque, un oso, que arranco de cuajo el roble aquel. El cofre cayó y se hizo añicos. Salió de él una liebre que echó a correr como alma que lleva el diablo. Pero otra liebre le dio alcance y la hizo trizas. De la liebre muerta salio un pato que voló alto, hasta el mismo cielo. Pero hete aquí que un ánade se precipitó sobre él y le dio un terrible aletazo. El pato dejó caer un huevo, y el huevo se hundió en el mar azul…

El príncipe Iván estalló en amargo llanto. ¿Cómo iba a encontrar el huevo en el fondo del mar? Pero, de pronto, nado hacia la orilla un sollo, llevando en la boca el huevo. El príncipe Iván partió el huevo, sacó la aguja y quiso romperle la punta. El príncipe no cejaba en su empeño, y Koschéi el Inmortal se retorcía y agitaba. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos, ya que el príncipe logro, por fin, romper la aguja. Koschéi tuvo que morir.

Entró el príncipe Iván en el blanco palacio de Koschéi. Basilisa la Sabia salió corriendo a su encuentro y le besó en sus labios de miel. Regresaron el príncipe Iván y su Basilisa la Sabia a su hogar, y en el vivieron, felices y contentos, hasta muy entrada la vejez.

domingo, 27 de enero de 2008

Basilisa vs Cenicienta



Veamos, el parecido al inicio de cada historia es evidente ¿verdad? ahora, en dónde está la diferencia. Cenicienta contaba con sus ratones y un hada madrina al rescate y Basilisa tenía una muñeca que representaba a su madre. Cenicienta permaneció explotada en casa hasta que un enviado del príncipe azul llegó con un zapato que media ciudad intentó calzar y que ella fue la única a la que le quedó (¿qué talla era?) Mientras Basilisa pudo encontrar al zar producto de su propio talento y trabajo y de no estar de arrimada en la casa de la abuelita que la recibió.

Desde mi punto de vista Cenicienta estaba resignada con su suerte y se quedó en casa de su madrastra hasta que su destino llegara por ella, o mejor dicho, el enviado de su destino. Mientras tanto ella cocinaba, limpiaba y sufría a sus crueles hermanastras y madrastra. Por el contrario, Basilisa supo con inteligencia evitar que la bruja le hiciera daño y logró salir, ayudada por su muñeca claro está, ilesa de la madriguera de esa bruja que tenía tres corceles mágicos trayendo consigo la mañana, el día y el noche.

El príncipe se enamoró de Cenicienta por su belleza, el Zar primero admiró las cualidades del trabajo de Basilisa y después la conoció bella y se enamoró.

Siempre que pienso en Cenicienta pienso en una suerte de Kelly Bondy* hacendosa, claro está, sin la malicia de esta segunda, confiada sin saber de las ventajas que le da la belleza, sin ninguna capacidad de cuestionar su suerte y con la mejor voluntad de quedarse sentada a la espera de su príncipe azul, una especie de Arthur Fonzarelli** medieval por el que todas las niñas lindas de la comarca morían de amor por el sólo hecho de ser él y, que tan solo escogió a la más bonita para luego de dejarla salir corriendo como una descocada regando los zapatos por el palacio, la mandó a buscar con el mensajero real encomendándole la tarea de probarle el zapatito a toda fémina casadera. ¿Y si el zapato le hubiera quedado a cualquier otra? ?¿Si Cenicienta no hubiera sido la única persona en el mundo a la que el zapatito de cristal le encajaba? Lo lógico hubiera sido que ese zapatito le hubiera quedado bien a una legión de mujeres, por lo que más lógico aún habría sido que, si el príncipe fue el que estuvo con Cenicienta toda la noche, él mismo debió salir a reconocerla ¿Nadie le dijo que luego de bailar toda una noche, y más aún con zapatitos de taco, los pies tienden a hincharse?¿A nadie en la comarca se le ocurrió usarlo de pretexto? ¿O es que realmente el zapatito estaba hecho a la médida de Cenicienta, única persona en toda el mundo con exclusividad de talla en el pie? Insisto, ¿cuánto calzaba?

Mientras, el Zar no aparece en la vida de Basilisa sino hasta el final del cuento, ella es la protagonista y hacedora de su propia historia, a que sí.

Sin embargo, en estos tiempos modernos más pegada tuvo la historia de Cenicienta, ¿por qué? Pueden haber demasiados motivos, el afán de protagonismo macho se me ocurre entre algunos de ellos. Pero, se me ocurre también, que en estos mismos tiempos modernos habemos más Basilisas emprendedoras que Cenicientas conformistas, y eso en cierto modo me permite respirar con alivio. ¿Opiniones?...

* Kelly Bondy, hija mayor de All Bondy en la serie Married with Children
** Arthur Fonzarelli, el popular fonzie de Happy Days

sábado, 26 de enero de 2008

Basilisa la Hermosa

En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo:
-Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.
Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.
El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.
El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.
Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:
-No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.
Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.
Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó. Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja Baba-Yaga; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba-Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.
Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.
Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras.
-¿Qué haremos ahora? -dijeron las jóvenes-. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba-Yaga!
-Yo tengo luz de mis alfileres -dijo la que hacía el encaje-. No iré yo.
-Tampoco iré yo -añadió la que hacía las medias-. Tengo luz de mis agujas.
-¡Tienes que ir tú en busca de luz! -exclamaron ambas-. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba-Yaga!
Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo:
-Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga y ésta me comerá. ¡Pobre de mí!
-No tengas miedo -le contestó la Muñeca-; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión.
Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó a amanecer. Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba-Yaga; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba-Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche. No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.
De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba-Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Se acercó a la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó:
-¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?
Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:
-Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.
-Bueno -contestó la bruja-, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.
Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó:
-¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡ábranse! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡déjenme pasar!
Las puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:
-¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!
Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.
Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella:
-Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.
Después de esto, Baba-Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:
-Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo.
La Muñeca contestó:
-No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo.
Al día siguiente se despertó Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba-Yaga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba. Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba.
Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por cuál trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.
-¡Oh mi salvadora! -exclamó Basilisa-. Me has librado de ser comida por Baba-Yaga.
-No te queda más que preparar la comida -le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa-. Prepárala y descansa luego de tu labor.
Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba-Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba-Yaga, que fue recibida por Basilisa.
-¿Está todo hecho? -preguntó la bruja.
-Examínalo todo tú misma, abuelita.
Baba-Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un solo motivo para regañar a Basilisa.
-Bien -dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó-: ¡Mis fieles servidores, vengan a moler mi trigo!
En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba-Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:
-Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra.
Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera:
-Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.
Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba-Yaga a casa, visitó todo y exclamó:
-¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, vengan a prensar mi simiente de adormidera!
Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.
-¿Por qué no me cuentas algo? -preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa-. ¿Eres muda?
-Si me lo permites, te preguntaré una cosa.
-Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.
-Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?
-Es mi Día Claro -contestó la bruja.
-Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era éste?
-Es mi Sol Radiante.
-¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?
-Es mi Noche Oscura.
Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.
-¿Por qué no preguntas más? -dijo Baba-Yaga.
-Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja.
-Bien -repuso la bruja-; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?
-La bendición de mi madre me ayuda -contestó la joven.
-¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!
Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:
-He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.
La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Se acercó a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces a la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo.
La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa.
-Acaso la luz que has traído no se apague -dijo la madrastra.
Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta.
Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana:
-Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo.
La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello. Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche le preparó un buen telar.
A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:
-Vende el lienzo, abuelita, y guárdate el dinero.
La anciana miró la tela y exclamó:
-No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio.
Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio.
El zar la vio y le preguntó:
-¿Qué quieres, viejecita?
-Majestad -contestó ésta-, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti.
El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.
-¿Qué quieres por él? -preguntó.
-No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.
El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:
-Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas.
-No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo.
-Bien; pues que me cosa ella las camisas.
Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso:
-Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.
Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.
Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo:
-Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.
Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella.
-Hermosa joven -le dijo-, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.
Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.
Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.
[Cuento folclórico ruso. Texto completo]
Alekandr Nikoalevich Afanasiev